Los abetos miden hasta 50 metros
—Maooo... Maaoooo... Maaaooooo...
—Áki, Áakiiii, ¿dónde estás? —llamaba coqueteándolo con tono cariñoso al poner pie afuera en el crepúsculo avanzado.
Para operar en la oscuridad que se acercaba invadiendo la senda (desviándome entre zarzas y maleza arbustiva), utilizaba ambas manos para implementar los sentidos, la de la izquierda como soporte a ampliar la fiabilidad de la oreja derecha, entretanto que pulgar y corazón de la derecha ensanchaban el párpado izquierdo. Buscaba así, con la mirada de un búho contorsionista entre las cimas más altas de los árboles.
El lamento se despeñaba en la negrura del abeto recortado con tijeras de gigante delante de la redondeada clara. Por allí llegaban sus maullidos derrengados, antes que se cortaran de improviso, ganando al silencio unos instantes suspendidos de ruidos algodonados… después:
—¡Krac! —se lamentaba el abeto.
—¡Swiss! —se lamentaba el murciélago.
—¡Stumpp! —se lamentaba el terreno.
—¡Splash! —se lamentaba el topo.
—Hola Áki, que tal. Qué dices, ¿volvemos a casa?
—¡¡¡Miiieeaäääaooohh!!! —se lamentaba el gordo lamiendo resina. .
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