El día que me atrapó la suerte
No hace falta decir que un hombre tiene por lo alto de todo su orgullo y también no hace falta decir que esto no está en venta, siempre que hablamos de un verdadero hombre.
El dueño de un hogar no puede dejar su madriguera porque dos hijos de puta llegan sin decir nada a nadie y se desplazan en tu cuarto sin pedir permiso.
¡Esto es lo que ha ocurrido! Y por supuesto, lo juro, es verdad sacrosanta.
Pero ya te lo digo, bueno, tu puedes meterte en mi casa, ¡pero nadie me puede quitar de aquí, nadie!
Pues, así le estaba diciendo mareado desde el interior de la jaulita de madera, mientras buscaba balancearme sobre las piernas traseras en equilibrio precario agarrado a las varitas de la celda.
10 km en coche... el grande hijo de puta y su mujer antes de descargarme cerca de un arroyo, sin nada de nada alrededor, y mierda, los dos bobos como beocios me sonreían.
—Vete pequeñito, ándale ¡eres un ratito tan bonito!
Siete horas andando antes de llegar a casa, maldita sea la mala suerte; esta es mi casa no me voy de aquí, tengo una reputación, ciento cinco generaciones de antepasados han nacido en esta torre y me miran. No, no me voy, ¡ni si me hacen un hechizo que me vuelva gato!
¡Y desde ahora por la eternidad guerra!
¿Tenéis una despensa, tenéis queso? Bien, tu queso es mi queso.
Así andaba diciendo en el mismo instante en que me encontré atrapado por una sucia cajita de papel aparecida mágicamente del cielo.
Y nuevamente la voz de los idiotas:
—Mas no puede ser el mismo ratón.
—Te digo que sí, ¿no lo has mirado? Tiene una diminuta mancha clara detrás de la oreja —rebatía la arpía mientras el coche bajaba la ladera del cerro.
Vaya, 35 km... ¡Maldito hijo de puta! Estas vejigas bajo los pies me las arreglará tu puta madre.
Cuatro días por bosques maldiciendo serpientes y riñendo con gatos antes de regresar a mis propiedades.
Ocho veces los muy cabrones me han deportado, y ocho veces mis piernas me han devuelto. ¡Joder!, qué pérdida de tiempo.
Bueno, esta vez he oído los bobos decir que no volveré, vamos a ver si es tan fácil matar un hombre. No tengo miedo, mi vida ha sido siempre una batalla, nadie me quita la vida sin mi permiso, ni siquiera estos dos tontos.
Miradme bobos, miradme bien a los ojos, no me llevaréis otra vez de aquí. Esto les decía mientras por novena vez subía al coche. ¡No me conocéis, nada me podría dejar lejos de mi hogar, ni 200 km de autopista, me da igual! ¿A que no sabéis que no hay paz sin honor?
Cinco minutos y de manera brutal me arrojaron a la tierra sin ni siquiera argumentar una palabra de despedida. ¡Nadie puede no hablarme así!
Y qué es ese olor...
¡Dios mío una enorme fábrica de queso! Ya lo veo, tierno, cremoso, sabroso y distinto en estanterías por añadas.
¡¡¡Demonios, qué suerte!!! .
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